Texto ganador
del concurso Jóvenes talentos de relato corto. 2010
Premio Coca-
Cola 50ª edición
Aurial, el ángel
de los libros
<<El
hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil>>, leyó Aurial.
Sujetaba el libro entre sus manos con delicadeza, como si estuviese hecho con
pan de oro. Pasaba las hojas con movimientos gráciles de sus finos dedos y su
voz articulaba palabras como si de una canción se tratase. Las frases resonaban
en la estancia dejando un suave eco, que rebotaba en las paredes de la cúpula.
Cerró el libro y desplegó sus blancas alas, de plumas brillantes cual marfil,
con sutil movimiento. Su túnica violeta se agitó con el viento provocado al
elevarse.
Llegó hasta una
estantería en lo alto de la cúpula, en la cual se podía ver el hueco del libro,
y lo colocó entre los demás. Sus ojos recorrieron la enorme biblioteca en busca
de algo nuevo que leer. Las paredes del lugar, hechas de un material más puro y
blanco que cualquier mineral, se encontraban recubiertas por completo de
estanterías que se elevaban hasta lo más alto de la cúpula.
Allí había una
estancia de cristal que rodeaba las paredes formando un corredor. Este espacio
albergaba cientos de cuadernos con sus respectivas plumas. Todos tenían
diferente aspecto, pero con algo en común: sus hojas estaban grisáceas y sus
plumas yacían inertes sobre ellas.
Aurial se
acercó, sobrevolando los miles y miles de libros hasta el corredor de cristal.
Su rostro mostró una expresión entristecida al ver la tinta seca y
resquebrajada de las plumas y el color apagado de las hojas de los cuadernos.
Añoraba los años en los que una pluma se erguía sobre el papel de hojas luminosas
y comenzaba a escribir una nueva e intrigante historia para que ella la leyese.
En aquella
biblioteca estaban guardados todos los libros que los humanos habían escrito, y
ella había visto el comienzo y la evolución de todos y cada uno de ellos. Pero
hacía mucho tiempo que nadie escribía un libro y ella temía que a los humanos
se les hubiera acabado la inspiración.
Antiguamente,
cuando alguien tenía una nueva idea, las hojas de uno de los cuadernos se
iluminaban; llamando a la pequeña ángel e invitándola a leer; y cuando alguien
comenzaba a escribir, la pluma se detenía en el comienzo de la hoja y dibujaba
las palabras con su trazo fino y negro. Ver cientos de cuadernos de hojas como
el sol escribiendo a la vez era un espectáculo maravilloso.
Aurial disfrutaba
leyendo aquellas historias y se entristecía cuando el humano que las escribía
tenía que dejarlo para otro momento, porque tenía que dormir. Aurial no dormía,
y al principio no le gustaba que los humanos cortasen su inspiración para
descansar, pero pronto descubrió que ellos también se inspiraban mientras
dormían. Mientras soñaban.
Los sueños no se
archivaban de la misma forma que los libros, pero también se guardaban en
aquella biblioteca. En el extremo opuesto al corredor, en el suelo, había un
pequeño mueble con forma de estrella con once puntas. Era mitad blanco y mitad
negro. Tenía dos cajones cerrados con llave. En el cajón blanco había sueños de
todos los tipos: católicos, hermosos, realistas, extraños… En el cajón negro,
por el contrario, había otro tipo de sueños, a los que los humanos llamaban
pesadillas, y les daban miedo.
Aurial no
entendía. A ella le gustaban los dos tipos de sueño. Todos eran diferentes e
interesantes. No comprendía por qué a los humanos les provocaban esas
sensaciones las pesadillas.
Cuando no había
nada nuevo que leer, Aurial cogía su llave de los sueños, decorada con
filigranas y llena de engranajes, y abría los cajones para que las imágenes
flotasen por la estancia. Le divertía ver los sueños, porque le ayudaban a
comprender a los humanos. Al fin y al cabo, no eran tan diferentes.
Desvió la vista
del cuaderno y descendió haciendo espirales hasta el mueble de sueños. Sacó la
llave y abrió los cajones, pero su expresión no mejoró. Los sueños que tenían
ahora los humanos eran tristes y grises; y muy aburridos. Aurial no comprendía.
¿Qué les pasaba a los humanos? No soñaban igual que antes, y ni siquiera
escribían. ¿Qué estaba mal? ¿Qué ocurría?
Ella era el
espíritu de los libros, de los sueños, de la imaginación… y se estaba muriendo.
Una pluma se
desprendió de las alas. Brillaba con luz propia, como hecha con un rayo de la
luna que se filtraba por las ventanas. Aurial observó su lenta caída hasta el
suelo, y su rostro se iluminó. Era una idea descabellada. La única regla que
siempre había tenido el ángel era no interferir, y, por tanto, no tocar los
cuadernos. Sería como firmar su propia sentencia, y desconocía las
consecuencias, pero debía hacerlo.
Cogió su pluma y
voló de nuevo hasta lo alto de la biblioteca. Se colocó junto al corredor de
cristal y por su cara cruzó una expresión de duda, pero se disipó con una sola
mirada a las grisáceas hojas de los cuadernos.
Tomó impulso y
se lanzó sin miedo contra la transparente superficie, que se rompió en mil
esquirlas punzantes que se precipitaron hacia el suelo. Aurial cogió uno de los
cuadernos y descendió hasta posarse junto al mueble estrellado.
Se sentó, pluma
en mano, con un grácil movimiento, dispuesta a escribir. Las hojas del cuaderno
se iluminaron, con ese brillo tan especial, pero Aurial se detuvo. ¿Y la tinta?
¿Cómo iba a escribir sin tinta? Entonces, en la hoja ahora blanca del cuaderno
apareció una mancha roja, y otra, y otra más. Aurial no supo de dónde salían
hasta que se miró la mano, y luego el brazo, y el resto de su cuerpo. Estaba
sangrando, llena de cortes y magulladuras. Sus alas se habían teñido de rojo
intenso y todo su cuerpo estaba goteando. Aún tenía trozos de cristal clavados
en su piel. Pero no le dolía. Ni siquiera lo sentía. Cogió de nuevo su pluma y
la empapó de su propia sangre y comenzó a escribir. Las hojas brillaban más
intensamente que nunca y las letras escarlata de trazo fino y delicado surcaron
el papel.
Aurial escribió
con su propia sangre su propia historia. Ya no le importaba morir, puesto que
tampoco vivía si no había historias que contar.
Estuvo varios
días seguidos escribiendo, y cuando terminó, metió el cuaderno en el mueble de
sus sueños, entre los dos cajones. Así los humanos soñarían con su historia y,
tal vez, quién sabe, alguien volvería a inspirarse y la escribiría.
Cerró los ojos
y, aún con la pluma en la mano, se durmió por primera vez… y última.
Sara Castaño
Díaz
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