domingo, 29 de diciembre de 2013




Aceite de ricino

Nunca sé muy bien quién ha encendido la mecha ni el porqué, pero lo cierto es que en cuanto alguien suelta un chisme, éste salta como una  liebre.  A mis vecinos siempre les ha encantado jugar a la quiniela con los problemas de los demás, no se les atragantara ese aceite de ricino en la garganta. Supones bien, querido lector, si piensas que es un modo como otro de espulgarse, de no poner el dedo en la yaga de sus propios problemas.  

Espero que estés conmigo y abanderes mi lucha, esa batalla contrarreloj que realizo todos los días, para huir de preguntas insidiosas o encerronas deliberadas. Casi me he convertido en una profesional del malabarismo y soy muy capaz de colocarle la mordaza a todo aquel que pretende sacar los trapos sucios de mi vida. No resulta fácil: la misma vecina –la que vive conmigo pared con pared- siempre está jugando a  los detectives, observa cada uno de mis movimientos y después se forma sus propias conjeturas. Sus preguntas incriminatorias sobre  mi estado feliz y la identidad del padre rayan la intimidación, ya no lo soporto más.

He decidido desquitarme, para evitar que infle en sus carrillos  los nombres de mis amigos, que juegue con ellos a los bolos, para averiguar quién ha sido el sinvergüenza, el Pocholo de esta historia. No me da la gana que siga avergonzándolos con sus salidas de tono o sus preguntas indiscretas.

Herminia  me sonríe ya desde el otro lado de la mirilla. ¡Ay, Jesús!, la vecina. ¡Dios bendito! Y la casa desarreglada. No se lo digo, porque no es cosa de ofenderla en su territorio, pero más apañadas tendría las cosas, si se dedicase a lo suyo, en vez de estar todo el santo del día cotilleando lo que hace su vecina. Se le ha pasado el arroz,  extrayendo hasta mis higadillos  y ahora se lamenta de no haber aprovechado el tiempo como es debido. El carpe diem le hubiera venido muy bien  si hubiese sido listilla, en lugar de ir por ahí buceando en los mares ajenos, en busca de medusas gelatinosas, con las que picar a los incautos vecinos, esos que caminan de día con el bolso de la vida abierto sin saber que alguien les está robando la cartera, inventariando sus ahorros, colocando sus actos cotidianos en alfileres que se ponen a secar y luego son devueltos a la marabunta, en el rellano.

Le hablo de mi embarazo, eso ya no tiene remedio. No se puede esconder, aunque al principio sí  que intenté ocultarlo  debajo de  vestidos vaporosos, suéteres anchos, faldas con caída amplia y demás trapitos. Pero ahora… ¡ja!, ahora es imposible. Me felicita por esa llegada tan importante, que anuncia mi cuerpo a bomba y platillo. Una niña ¡ay!... Una niña, Gema. Ya verás lo que te cambia la vida, ahora sabrás lo que es una madre,  cuánto sinsabor y cuánta alegría conlleva  criar un hijo, ahora tendrás que apechugar con las consecuencias. Estás últimas palabras me las digo yo solita, pero estoy segura de que eso es lo que ella está rumiando.

 Es imposible que se calle. Me cuenta cosas de mí misma que apenas recuerdo: me habla de cuando yo nací y de la felicidad que embriagó a mis padres, y de que  ella misma me cuidaba cuando mamá se iba a trabajar, y de las noches en vela, porque mis padres se habían ido a despejarse un rato y me habían dejado en su casa;  ella era una vecina de toda confianza y nunca le hubiese denegado su apoyo a mi madre. Se conduele de su ausencia y recuerda  que cuando  la amortajó, se le saltaron las lágrimas; un  tremendo silencio  se apoderó de su casa,  ya no podía tocarnos a la puerta con los nudillos y sentarse en nuestra  mesa simplemente para  charlar o tomarse un refresco sin prisas.   Fue una pena su muerte, Gema. Tu madre era para mí como una hermana, y tú eres como la niña de mis entretelas, la hija que dejé marchar y de la que nunca más he vuelto a saber nada. Eres joven y tienes todo el tiempo del mundo, así que aprovéchalo, no malgastes tu vida. Voy a decirte una cosa, Gema, porque si no, reviento.  Nunca abandones a tus hijos, nunca los dejes en la estacada, nunca los tires de casa, por mucho daño que te hayan hecho. Que no te importe lo que diga la gente, no permitas que nadie te haga bajar la cabeza… Te has quedado embarazada, ¡sí!, pero, un hijo es un milagro de la naturaleza. Sé que tu madre pondría grito en el cielo, que ella te pediría cuentas, que te preguntaría quién es el padre, que intentaría obligarte a casarte. Pero tú, escucha a tu corazón. Pregúntate si esa persona te merece, si vale la pena iniciar un trayecto en común, si los dos os dirigís al mismo puerto. Pregúntate a ti misma, porque sólo tú podrás contestarte. Y si crees que vuestra unión sería un terrible error y  que podría heriros  y, lo que es peor, herir a vuestra hija, entonces sigue adelante tu sola. Ten por seguro que aquí, puerta con puerta, tienes a tu vecina y que te ayudaré en todo lo que pueda. Sabes, Gema, que no te lo digo por decir, te lo digo con el corazón en la mano. Gema, Gema… ¿qué te pasa, chiquilla? ¿Por qué lloras?

Creo que éste es el momento de la salvedad, querido lector, el momento de reconocer que he metido la pata, de tragarme mis propias palabras. Descuelgo uno a uno los alfileres de mis recuerdos y estos animales heridos vuelan e iluminan los ojos de Herminia, que ahora conoce hasta mis secretos más recónditos y, aunque nunca me ha gustado el aceite de ricino, me lo trago sin chistar, como cuando  ella me lo daba de pequeña.  

Mari Carmen Moreno Mozo

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