Aceite de ricino
Nunca sé muy bien quién ha encendido la mecha ni el
porqué, pero lo cierto es que en cuanto alguien suelta un chisme, éste salta como
una liebre. A mis vecinos siempre les ha encantado jugar a
la quiniela con los problemas de los demás, no se les atragantara ese aceite de
ricino en la garganta. Supones bien, querido lector, si piensas que es un modo
como otro de espulgarse, de no poner el dedo en la yaga de sus propios
problemas.
Espero que estés conmigo y abanderes mi lucha, esa
batalla contrarreloj que realizo todos los días, para huir de preguntas
insidiosas o encerronas deliberadas. Casi me he convertido en una profesional
del malabarismo y soy muy capaz de colocarle la mordaza a todo aquel que
pretende sacar los trapos sucios de mi vida. No resulta fácil: la misma vecina
–la que vive conmigo pared con pared- siempre está jugando a los detectives, observa cada uno de mis
movimientos y después se forma sus propias conjeturas. Sus preguntas
incriminatorias sobre mi estado feliz y
la identidad del padre rayan la intimidación, ya no lo soporto más.
He decidido desquitarme, para evitar que infle en sus
carrillos los nombres de mis amigos, que
juegue con ellos a los bolos, para averiguar quién ha sido el sinvergüenza, el
Pocholo de esta historia. No me da la gana que siga avergonzándolos con sus
salidas de tono o sus preguntas indiscretas.
Herminia me sonríe ya desde el otro lado de la
mirilla. ¡Ay, Jesús!, la vecina. ¡Dios bendito! Y la casa desarreglada. No se
lo digo, porque no es cosa de ofenderla en su territorio, pero más apañadas
tendría las cosas, si se dedicase a lo suyo, en vez de estar todo el santo del
día cotilleando lo que hace su vecina. Se le ha pasado el arroz,
extrayendo hasta mis higadillos y ahora se lamenta de no haber
aprovechado el tiempo como es debido. El carpe diem le hubiera venido
muy bien si hubiese sido listilla, en lugar de ir por ahí buceando en los
mares ajenos, en busca de medusas gelatinosas, con las que picar a los incautos
vecinos, esos que caminan de día con el bolso de la vida abierto sin saber que
alguien les está robando la cartera, inventariando sus ahorros, colocando sus
actos cotidianos en alfileres que se ponen a secar y luego son devueltos a la
marabunta, en el rellano.
Le hablo de mi embarazo, eso ya no tiene remedio. No
se puede esconder, aunque al principio sí que intenté ocultarlo
debajo de vestidos vaporosos, suéteres anchos, faldas con caída amplia
y demás trapitos. Pero ahora… ¡ja!, ahora es imposible. Me felicita por
esa llegada tan importante, que anuncia mi cuerpo a bomba y platillo. Una niña
¡ay!... Una niña, Gema. Ya verás lo que te cambia la vida, ahora sabrás lo que
es una madre, cuánto sinsabor y cuánta alegría conlleva criar
un hijo, ahora tendrás que apechugar con
las consecuencias. Estás últimas palabras me las digo yo solita, pero estoy
segura de que eso es lo que ella está rumiando.
Es imposible que se calle. Me cuenta cosas de mí
misma que apenas recuerdo: me habla de cuando yo nací y de la felicidad que
embriagó a mis padres, y de que ella misma me cuidaba cuando mamá se
iba a trabajar, y de las noches en vela, porque mis padres se habían ido a
despejarse un rato y me habían dejado en su casa; ella era una vecina de
toda confianza y nunca le hubiese denegado su apoyo a mi madre. Se conduele de
su ausencia y recuerda que cuando la amortajó, se le saltaron las
lágrimas; un tremendo silencio se apoderó de su casa, ya
no podía tocarnos a la puerta con los nudillos y sentarse en nuestra
mesa simplemente para charlar o tomarse un refresco sin
prisas. Fue una pena su muerte, Gema. Tu madre era para mí
como una hermana, y tú eres como la niña de mis entretelas, la hija que dejé
marchar y de la que nunca más he vuelto a saber nada. Eres joven y tienes todo
el tiempo del mundo, así que aprovéchalo, no malgastes tu vida. Voy a decirte
una cosa, Gema, porque si no, reviento. Nunca abandones a tus hijos,
nunca los dejes en la estacada, nunca los tires de casa, por mucho daño que te
hayan hecho. Que no te importe lo que diga la gente, no permitas que nadie te
haga bajar la cabeza… Te has quedado embarazada, ¡sí!, pero, un hijo es un
milagro de la naturaleza. Sé que tu madre pondría grito en el cielo, que
ella te pediría cuentas, que te preguntaría quién es el padre, que intentaría
obligarte a casarte. Pero tú, escucha a tu corazón. Pregúntate si esa persona
te merece, si vale la pena iniciar un trayecto en común, si los dos os dirigís
al mismo puerto. Pregúntate a ti misma, porque sólo tú podrás contestarte. Y si
crees que vuestra unión sería un terrible error y que podría
heriros y, lo que es peor, herir a vuestra hija, entonces sigue adelante
tu sola. Ten por seguro que aquí, puerta con puerta, tienes a tu vecina y que
te ayudaré en todo lo que pueda. Sabes, Gema, que no te lo digo por decir, te
lo digo con el corazón en la mano. Gema, Gema… ¿qué te pasa, chiquilla? ¿Por
qué lloras?
Creo que éste es el momento de la salvedad, querido
lector, el momento de reconocer que he metido la pata, de tragarme mis propias
palabras. Descuelgo uno a uno los alfileres de mis recuerdos y estos animales
heridos vuelan e iluminan los ojos de Herminia, que ahora conoce
hasta mis secretos más recónditos y, aunque nunca me ha gustado el
aceite de ricino, me lo trago sin chistar, como cuando ella me
lo daba de pequeña.
Mari Carmen Moreno Mozo
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