Duelo de titanes
Cuando empezamos a salir, me tomaba a broma tus palabras, incluso las
consideraba un halago; era como si me empinases y me hicieses creer que para ti
era una princesa y que nunca bajaría de la carroza. Tú lo pregonabas a los
cuatro vientos: yo era propiedad privada y no permitirías que nadie empañase
nuestra relación, que se jugase con nuestros sentimientos. Tus celos
irracionales, provocaban mi euforia y me sentía tan feliz que incluso te
perdonaba tus canitas al aire, sobre todo por esa cara de niño que no ha roto
un plato con la que abanderabas tus coartadas, hasta que entraba en tu
juego y me tragaba tu engañabobos.
Pero lo que yo no sabía era hasta dónde serías de capaz de llegar para
lograr que no me saliese del trazado dibujado: no saliste bien parado de la
lucha de titanes que entablaste con Raúl. Todas las intimidades en las
que habías hurgado, colocaron una trinchera estratégica y al otro lado se situó
Raúl, el amigo de toda la vida, el que siempre me había sermoneado y que ahora
se sinceraba y me confesaba que me quería. Un jarro de agua fría me
sacudió el rostro, pero, ante mi incredulidad, tú continuaste leyendo sus
palabras, mientras contraías esa cara de engañabobos y me dabas las pistas
necesarias para descubrir tu verdadera naturaleza.
Terminada la carta, se inició el interrogatorio. Tus preguntas
estallaban como granadas, hasta que llegaron a la cúspide y me pediste
que confesase, que te dijese desde cuándo te era infiel. Me quedé helada,
era atacada desde todos los frentes. Primero, mi amigo – el
compañero de juegos de toda la vida, el que siempre intentaba borrar todas mis
cursilerías- se desembarazaba de su secreto, un secreto que debería haber
permanecido oculto, un secreto para el que yo no estaba aún preparada. Tú, por
tu parte, insististe en que contase desde cuándo me lo beneficiaba y si el muy
mamón había logrado chupar mi caramelo. No te creías mi negativa e insistías, retomabas
una y otra vez el hilo de la conversación y lo conducías al punto estratégico,
que yo negaba una y otra vez…
El que no se fía, no es de fiar, estas palabras ensancharon tus dudas, y en
un momento determinado, harto de las palabras de doble filo que descubrías al
seguir leyendo, no pudiste contenerte y me diste una bofetada. De nada
sirvió que auscultase tus ojos y que te hablase a gritos, de nada te sirvió
abrir el resto de las cartas: allí no había ninguna confesión. Aquellas cartas
sólo hablaban de las cursilerías de una pava y de los sabios consejos con los
que Raúl había intentado neutralizarlas. Lo que más me dolió fueron tus
risas. Estabas mofándote en mi propia cara de mi sufrimiento. Mientras
Raúl me comía la bola, pidiéndome que olvidase toda esa retahíla de fobias y
ñoñerías, tú descubrías de golpe y porrazo todas aquellas intimidades en
estéreo.
Te marchaste, como si dimitieras de seguir estimulando mis sueños, un hueso
duro de roer. Yo me he quedado aquí, mientras intento separar el grano de la
paja. Ya me he quitado la venda de los ojos, pero ahora debo abrirte la puerta
Raúl. ¿Qué es lo correcto? Lanzarte al vacío – aprovechando tus propios
consejos y estímulos- o abrazar ese desnudo íntegro, que te ha dejado tan
malherido.
Mari Carmen Moreno Mozo
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